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El valor de las palabras

18/12/2021 12:30 Opinión
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El valor de las palabras El valor de las palabras

Por Francisco Viola. Médico y Doctor en Psicología

“¿De qué están hechas las palabras que pesan tanto?”, preguntaba una poesía. Un verso que engloba mucha tradición terapéutica y espiritual. Desde “en el principio existía el verbo” hasta la “cura por la palabra”. La palabra omnipresente en la historia de la humanidad. No sólo expresiones, sino también un motor para muchos de sus avances. No por nada se considera que es un derecho elemental de la democracia: “la libertad de expresión”. El poder hablar, el poder decir, el poder expresar. Se resumen con palabras los sentimientos, las nociones, las ideas, los pensamientos, las emociones que todo ser humano siempre puede albergar.

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Sin embargo, eso tiene una contrapartida clara, como todas las cosas. La dualidad existencial de la humanidad. Así, al lado de ese valor de lo necesario, también tiene, como toda expresión, la posibilidad de canalizar los vicios de los seres humanos y, entre ellos el que funda nuestra dificultad para la evolución: la violencia.


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Sabemos que la violencia no es únicamente la expresión de la fuerza bruta contra la fragilidad del otro. La violencia es el ejercicio de la fuerza que oprime, que degrada, que invalida, que afecta, que destruye, que deprime, hasta la que mata. En este sentido la violencia ejercida por la palabra es también una tremenda constante en la historia de la humanidad y, con ello, un desafío impostergable que debemos hacer frene como sociedad.

La dicotomía esencial entre la “espada” y la “pluma” ha generado la sensación de la culpabilidad de la primera y la inocencia de la otra. Lejos estoy de reivindicar la espada como una herramienta válida para hacer frente a los conflictos del día a día. Pero, si quiero remarcar que la palabra está lejos de ser inocente de toda violencia. Si la primera es la representación de la fuerza como arma, la segunda es la imagen clara de la capacidad fundadora del ser humano, sin dudas, pero es una herramienta más.

Podemos compartir que la palabra le da valor a la existencia, pero al hacerlo nos presenta un abanico de enormes posibilidades. Recordemos que tras la palabra están las intenciones de los que la utilizan, y también la capacidad de interpretación de las mismas. Efectivamente, las palabras son creaciones arbitrarias que los seres humanos hemos utilizados para hacer más comprensible nuestra realidad, esa que construimos permanentemente. Cada palabra la asociamos a una noción que nos sirve para intercambiar. Sin embargo, junto con la palabra incluimos elementos en la comunicación, entonaciones, gestos, silencios, posturas, deseos, miedos, sentimientos, interpretaciones, etcétera.


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La palabra es capaz de trasmitir la violencia del desencuentro, como también la fuerza de la represión. La palabra no mata tanto como la fuerza de las armas, pero es capaz de las peores cosas que el ser humano es capaz de realizar: la discriminación, la sumisión, la humillación, la desesperanza; todo ello no nace, necesariamente, de la fuerza física desplegada, sino de la violencia que va dentro de la palabra.

Creamos que la palabra es capaz de una violencia real, tal vez de la peor, la que se esconde tras la manipulación, la afrenta que los demás no reconocen. Todos podemos ver en el moretón del rostro o en la sangre derramada la acción de la violencia, pero, ¿cómo hacemos para reconocer la palabra que hiere, el alma compungida por la violencia verbal? ¿Con cuántos nos podemos cruzar, sin darnos cuenta, que han sido golpeados por la fuerza arbitraria de ese golpe artero? Seguramente con menos de los que podemos cruzarnos y que han vivido la desazón del dardo del insulto sutil o directo, que afecta directamente al espíritu.

Por eso, insistamos en lo esencial: debemos educar para que el ser humano comprenda que la victoria sobre la violencia esta lejos de ser ganada, mientras no logremos comprender que el ser humano no tan sólo no ha abandonado el refinado camino de hacer daño al otro, sino que lo ha perfeccionado hasta el delirio.

En esta lógica, el trabajo es urgente: ofrecer recursos permanentemente para que la palabra sea escuchada y educar para la palabra sea aquello que anhelamos: el recurso vital para transformar el mundo, de hacernos evolucionar como humanidad y de permitir que la paz sea real, porque la conquistamos día a día, sin cesar.


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