Por Belén Cianferoni.
Crónica de los zapatos de gamuza azul Crónica de los zapatos de gamuza azul
Mientras salía del consultorio médico con el diagnóstico de esclerosis múltiple, sentía que un inflador invisible de globos me llenaba la cabeza hasta hacerla explotar. Tu vida va a cambiar, niña, te tocará crecer... pensaba mientras intentaba aceptar la realidad.
Salí de ese edificio y caminé como un fantasma hacia el auto de papá. Hacía calor, y entré en la bendición del aire acondicionado.
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Estaba encerrada en mí misma, y solo el frío en mi piel me conectó con la realidad. Mi pobre viejito intentó levantarme el ánimo con su clásica frase salvadora:
¿Querés que hagamos un cabrito este finde?
(Para los que no conocen a mi papá: todo se soluciona con una juntada con amigos y un cabrito al horno de barro).
Papi le ponía ganas, pero yo no estaba en la realidad. Era una ninfa de coyuyo enterrada en la tierra, sin contacto con el exterior.
Papá entendió mi silencio, pero no lo aceptó.
Buscó en su pendrive mágico y me sacó de donde estaba.
Puso algo fuerte. Puso... a Elvis.
Recuerdo que sonó Blue Suede Shoes. Quiero que entiendan que, en medio de mi ensimismada tristeza, el ritmo demencial del Rey del Rock destruyó cualquier posible angustia por un momento... y pude respirar.
Me quedé concentrada en la canción. No había nada más aparte de su voz y aquellos zapatos de gamuza azul.
Voy a tomarme la libertad de traducir una parte de la letra:
*"Puedes quemar mi casa, robar mi auto,
Beber mi licor de un frasco viejo de frutas,
Haz lo que quieras hacer, pero,
Cariño, quítate mis zapatos.
No pises mis zapatos de gamuza azul."*
¿Quemar tu casa y no enojarte? Uff, Elvis. ¿Todo por un par de zapatos?
¿Y por qué no?
Elvis se refugió en un objeto pequeño para sobrevivir. ¿Y si ese era el secreto? ¿Concentrarme en lo pequeño mientras intento solucionar el resto de mi vida, de mi salud?
No ver el universo complejo y atemorizante, sino descansar en el centro de un átomo hasta que todo vuelva a girar en el lugar correcto.
Mi papá seguía ofreciendo sus cabritos, y los acepté.
Mi papá se aferraba a cenar con nosotros, pero yo tenía que encontrar algo a qué aferrarme ante esta tremenda corriente que se llevaba todo.
¿Vos qué querés, mija? volvió a preguntarme.
Lo miré con amor y le dije:
Quiero mocasines de gamuza.
Papá se rió.
Las mujeres y los zapatitos.
Ay, viejo... si supieras.