Enrique Zuleta Puceiro
Balance de un año de transición Balance de un año de transición
El gobierno de Javier Milei llega a su primer año de gestión con resultados dispares que obligan a un balance cauteloso de sus fortalezas y debilidades. El entusiasmo presidencial es desbordante, aunque suscita reacciones encontradas por parte de una sociedad atenta y vigilante.
Una primera aproximación a un balance del periodo podría acaso partir de un control del grado de cumplimiento de las principales promesas electorales. Sin embargo, este ejercicio casi inevitable en ocasión de aniversarios como el actual no parece el más adecuado para evaluar un proyecto político como el de Milei, más centrado en una voluntad férrea de desarrollar y comunicar a toda costa una política de convicciones que en honrar una lista difusa de promesas de campaña.
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Su enfoque ha sido, desde un comienzo, el de buscar una legitimación a través de los resultados -una justificación del tipo de "la Historia me absolverá" típica en gobiernos de lideres sin partido, sin mayores compromisos electorales, cuyo principal logro suele ser el de sobrevivir bajo circunstancias de hostilidad extrema.
Gobiernos como el de Milei asumen sin hipotecas electorales y a impulsos de los azares de la fortuna política. Buscan por ello desembarazarse del peso incomodo de las promesas de campaña, nacidas de la ignorancia de las condiciones reales de las situaciones que heredan. Algo más bien en la línea de aquel ya clásico "¿Ustedes creen que me hubieran votado de haber sabido lo que en realidad iba tener que hacer?", que se suele a atribuir a Carlos Menem-.
Es en este punto en el que Milei acredita su mayor fortaleza: la de haber logrado reconvertirse, hacerse cargo de las dificultades e a rajatabla y sin anestesia un ajuste estabilizador ortodoxo, al que jamás se atrevieron sus antecesores y que, precisamente por ello le genera la admiración de sectores largamente frustrados en sus expectativas e intereses. De allí el anonadamiento de la oposición, los complejos de culpa de la clase dirigente y la facilidad relativa para consolidar en corto tiempo los logros indudables de una política antiinflacionaria, acompañada de lo que, no sin cierta exageración, se empeña en definir como una "batalla cultural".
Quedaron así atrás, al menos en este primer periodo, todavía de pruebas, muchos de los grandes proyectos movilizadores, carentes en realidad perspectivas reales de implementación inmediata. Recordemos en tal sentido la dolarización, el cierre del Banco Central, las grandes reformas estructurales, las privatizaciones y la desregulación del empleo, la salud y la protección social. Son consignas que en su momento convencieron a propios y ajenos y bastaron para sumar el 56% de los apoyos electorales en la sorpresiva segunda vuelta presidencial.
Sin abandonar la retórica rabiosa que le dio la victorial, a la hora de la acción efectiva Milei no dudo en adaptarse a la lógica minimalista de los avances y retrocesos parciales que le impusieron las resistencias de la realidad. Adopto así la lógica algo menos épica de la escalada desregulatoria, de la reestructuración formal de los organigramas estatales o la intervención sobre áreas no esenciales ni políticamente decisivas de la administración central.
Desdeño así el espejismo de las grandes reformas en el campo de la salud, la educación y la protección social que podrían haberle aportado credibilidad y firmeza a los ajustes estabilizadores. A la hora de medir fuerzas con el statu quo, no dudo en postergar nada menos que la reforma laboral, la desarticulación de los negocios sindicales y la apertura al comercio internacional, objetivos todos impulsado por el consenso de tres cuartas partes de la sociedad argentina, aunque resistidos por minorías extremas con capacidad efectiva de resistencia institucional.
Presionado por su propia situación de indigencia parlamentaria, Milei tampoco dudo es asumir incluso el riesgo político máximo de pactar con la burocracia sindical, las cupulas industriales, los sectores exportadores, los laboratorios, el mundo financiero y bancario e incluso parte importante de los caudillos federales.
Al igual que en su momento Mauricio Macri, prefirió postergar enfrentamientos de fondo para apostar a la tarea infinitamente más difícil de construcción de una fuerza política propia y autónoma de sus aliados coyunturales, capaz acaso de triunfar en las elecciones intermedias y de garantizar así una futura reelección.
Consciente de su debilidad política de origen, agravada por la debilidad y falta de experiencia de sus equipos, el gobierno opto desde un principio por las ventajas de una campaña electoral permanente. El costo político ha sido importante, en la medida en que la nueva ola de polarización no parece haber permeado al resto de la sociedad.
El uso exagerado de las herramientas de la nueva política está lejos, en efecto de haber servido para sumar adhesiones. Mas bien parece haber ha llevado al Presidente y a sus ministros a un aislamiento creciente respecto de la opinión independiente y de los medios tradicionales de comunicación social. Un riesgo no solo innecesario sino sobre todo peligroso en una sociedad harta de los enfrentamientos y la dialéctica oportunista de la política tradicional y siempre volátil en sus niveles de confianza y compromisos hacia el largo plazo.
Desdeñar el valor de las alianzas, la formación de coaliciones programáticas y el desarrollo de estrategias de concertación y dialogo social supone apostar a una profundización de los enfrentamientos políticos y a su capacidad para volver a polarizar a la sociedad. Presupone, sobre todo, renunciar a la construcción de politicas de Estado que exigen casi por definición consensos transpartoidarios, capaces de sobrevivir a las presiones electorales. El núcleo de su discurso en el aniversario fue así el de un propósito de plebiscitar a todo o nada los avances de su gobierno, intimando a adherirse al proceso en marcha o a sufrir las consecuencias.
El riesgo es importante. Cuesta imaginar el futuro hacia el largo plazo de las iniciativas orientadas a la atracción de grandes inversiones, que exigen la generación de capital social, confianza en las instituciones y acuerdos que trasciendan la aritmética siempre convulsiva de las mayorías parlamentarias.
Una de las grandes lecciones de la larga experiencia de la sociedad argentina con las politicas de ajuste es precisamente la de la necesidad de que la calidad de los avances en el plano económico y financiero sea complementada por niveles equivalentes de avance en la calidad política e institucional. Esa carencia fue el talón de Aquiles de las politicas neoliberales de los años 90.
Las reformas de segunda generación son hoy mas que nunca indispensables, sobre todo en una democracia con gobiernos sin partidos ni dirigencias experimentadas, que se ven forzadas a cambiar casi con violencia casi 100 funcionarios de primer nivel ya en su primer año en el primer año de gestión.
Como la mayoría de los lideres de la ola actual de cesarismo democrático, Milei sabe que sus apoyos no provendrán de una contabilidad estricta del nivel de cumplimiento de sus promesas. De lo que se trata es de preservar un núcleo de apoyos incondicionales que siguen dependiendo de su capacidad de patear con furia el tablero de la política tradicional y de marcar diferencias irreversibles frente con el cinismo de los rituales, prebendas y privilegios de la dirigencia política tradicional.
Un sendero estrecho y sin duda erizado de obstáculos, difícil de afrontar desde una buena dosis de sentido común y aceptación de las condiciones que le plantea una sociedad empeñada en salir adelante.