Crónicas Enmascaradas

En Santiago siempre fuimos directos. A lo mejor pecamos de exagerados y de ociosos, pero jamás salimos con una máscara por la vida. En nuestros carnavales no usamos máscaras, por ejemplo. Nos tiramos con todo y en todas partes. Dejamos que la locura y la lujuria recorra nuestro cuerpo, y nos entregamos al ritmo. Exageramos, pero no mentimos.

No andamos por la vida con una máscara. Cuando estamos tristes, se nos nota en cada gramito de ojeras que pateamos por la calle. Pero cuando estamos felices, el sol siente envidia de nuestro fulgor. Somos la nación del fuego, y manejamos el calor de la misma manera que a nuestras emociones, como podemos pero de frente. Salimos a la vereda, regamos las plantas, mordemos un poco de chipaco y dejamos que el mate nos eleve mientras la tarde se va.

No funcionan las máscaras en el fuego. Te dan calor, son pesadas de usar y sientes cómo toda la cara empieza a sudar. Es muy pesado andar cargando máscaras a cuestas. Una máscara para cada situación, una palabra para cada momento. Uff, muchísimo peso, innecesario si me preguntan.

Si te da sed y sientes ganas de beber, obligatoriamente deberás sacar esa máscara y mostrar toda tu verdad. A veces, esa mentira es más fuerte que la realidad, y si nos seguimos preocupando por armar una estructura que soporte la carga de llevar una máscara... Pues... es peor que la realidad, que la verdad.

Por eso, miremos a la realidad sin ningún tapujo y digamos, esta es mi verdad, esta es mi casa, aquí habito. Después de todo, una verdad, por más humilde que sea, es más fuerte que miles de elaboradas y sofisticadas máscaras.