POR ENRIQUE ZULETA PUCEIRO
El gobierno y las provincias recuperan el diálogo perdido El gobierno y las provincias recuperan el diálogo perdido
La necesidad pudo más que la virtud. La conciencia de un desastre inminente en su estrategia de fondo llevó al gobierno a ensayar la alternativa del diálogo. Entre atravesar la puerta de blíndex a cabezazos, optó esta vez por utilizar las varias puertas que tenía abiertas de par en par. Entre destrozar la puerta a hachazos, los bomberos del Presidente optaron, finalmente, por abrir el picaporte.
El aterrizaje forzoso del Gobierno en la ciénaga del Congreso no solo había llevado a un punto muerto la casi totalidad de las iniciativas del gobierno. En la semana entrante atravesaba el serio riesgo -aún no conjurado del todo- de sufrir un rechazo parlamenta rio del DNU. Sumado a las dificultades crecientes en el frente judicial por el agotamiento del plazo para el planteamiento de legislación delegada, el tiempo de la emergencia había terminado. De allí la facilidad con que el gobierno recuperó el diálogo con los gobernadores, presen te de manera casi unánime en una reunión larga y profunda, en la que el diálogo volvió a primar sobre las diferencias. Se abre así un saludable período de consultas y posibles acuerdos entre las partes en conflicto.
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bien el éxito está todavía lejos de estar garantizado, lo que ha finalizado es un primer ciclo de la reforma que cierra un período de enfrentamientos estériles que sólo sirvió para evidenciar la situación de tablas planteada en el resto de los tableros -sociales, electorales, culturales y sobre todo económicos- de ese complejo juego de ajedrez en que ha quedado enfrascada la sociedad argentina.
La perspectiva del diálogo era indispensable. Se trata ahora de recuperar el tiempo perdido. Ni el Presidente cuenta con el nivel de confianza social para una política de "ahora o nunca" como la que pretenden algunos de sus voceros, ni el resto de las fuerzas políticas cuentan a su vez con la legitimidad necesaria para bloquear impulsos colectivos de cambio que explican en buena medida la conmoción institucional que hoy sacude a toda la sociedad.
Más allá de diferencias partidarias, dos terceras partes de la sociedad argentina coincidieron en las pasadas elecciones en propuestas políticas orientadas a dejar atrás modelos del pasado. Las tres fórmulas del centro derecha y la fórmula que esta vez representó al espacio peronista registraron coincidencias sustanciales. La necesidad de lograr y garantizar el equilibrio fiscal, la apertura de reformas estatales orientadas a la modernización y la innovación del aparato estatal, la búsqueda de un nuevo sistema tributario que refleje cabalmente el mapa socieconómico actual del país y la bús queda de nuevos paradigmas de gestión inspirados en un espíritu de austeridad y control no fueron patrimonio de las plataformas opositoras. Fue el fondo de las propuestas de todos los gobernadores, que desde hace tres años han logrado avances significativos en la gestión públicas y han garantizado el con trol del gasto y el equilibrio fiscal.
De allí su decisión de apoyó la candidatura de Sergio Massa, inequívocamente opuesta a la mayor parte de las pretensiones del statu quo ideológico y político del peronismo en todas sus versiones. De allí tambien la facilidad con que gobierno y gobernadores parecen haber arribado a una metodología común de trabajo. Una democracia -bueno es recordarlo-, más que un régimen de acuerdos es un sistema para convivir en condiciones de profundo y persistente desacuerdo. En circunstancias críticas como las actuales, los acuerdos son indispensables.
Es posible que no todos estén de acuerdo en este espíritu de templanza que parece haber primado en la primera reunión preparatoria de los acuerdos de Mayo próximo. A muchos les seduce más la reiteración de la rebeldía y la polarización. Milei, por supuesto, el primero. Es que, por lo general, los desacuerdos suelen ser más cómodos. No solo porque son más conservadores y políticamente menos arriesgados que los acuerdos. Sobre todo, porque suelen rendir más mediáticamente. Los medios y las redes sociales, es sabido, buscan en general al hombre que muerde a un perro, sobre todo en situaciones de aguda polarización en las que impera una política de todo o nada. La fidelidad a rajatabla con los propios principios caiga quien caiga, resalta, para muchos, rasgos de personalidades que asustan, intimidan y, por lo general, imponen respeto. Es más rentable ser halcón que paloma. Ni hablar si el animal que se quiere encarnar es el águila de los emperadores o el león de la Biblia.
A su vez, está claro que para asumir la predisposición al diálogo hay que asumir el riesgo de que algunos piensen que detrás de la apertura hay temperamentos débiles y timoratos. Para dialogar y construir consensos se necesitan paciencia, constancia, inteligencia emocional, resiliencia y sobre todo prudencia. Virtudes poco frecuentes en el tipo de temperamentos políticos que priman en estos tiempos.
Bajo estas condiciones, la disposición al diálogo debe ser vista como una decisión conjunta de afrontar riesgos en común. Es lo que sin duda parecen haber entendido el Presidente que ha vuelto a vivir la realidad del país, y demuestra entender que los apoyos políticos que importan suelen expresarse en función directa con la capacidad para garantizar condiciones de gobernabilidad.
El grado de consenso social pasa así a depender de la capacidad de garantizar condiciones efectivas de gobernabilidad de procesos que, para sectores decisivos de la sociedad, se han tornado inmanejables. Hasta el propio FMI advirtió una vez más que los avances económicos no pueden consolidarse sin avances paralelos en el plano de las políticas sociales y las condiciones esenciales de la cohesión social, soporte inexcusable de cualquier esquema económico que bus que concretar condiciones de sostenibilidad en el tiempo.
Es que la enseñanza de muchas experiencias pasadas es elocuente. Nadie puede obtener un lucro político de su resistencia a cambios que toda la sociedad siente como evidentes. Desde esta perspectiva, los costos políticos parecen recaer más bien sobre quienes postergan las reformas y no sobre quienes avanzan y expresan convicción y con secuencia respecto de sus exigencias más duras. Prosperan quienes asumen los riesgos y empeñan su capital político, seguros de la rentabilidad política de hacer lo que hay que hacer.
En todo el continente, en los últimos 40 años, la estabilidad de los apoyos políticos y sociales parece estar asociada a la aptitud para mostrar capacidad de control y sentido de la orientación en la compleja agenda de las trasformaciones estructurales en curso.
El ajuste estabilizador, en el que parecen centrarse los mayores esfuerzos del Gobierno, supone, sin embargo, un horizonte indispensable de reformas estructurales. Sin un sentido de orientación claro hacia el futuro, no habrá luz al final del túnel y las posibilidades de una legitimación social de la estabilización son muy remotas. Para ello es necesario tener en claro la diferencia y a la vez la dependencia mutua entre políticas de ajuste y políticas de reforma estructural.
Las políticas de ajuste son, ante todo, reacciones casi desesperadas frente a una situación eco nómica y socialmente insostenible. Se trata de detener a cualquier costo procesos hiperinflacionarios que des bordan las posibilidades de los instrumentos ordinarios de intervención pública de la economía, planteando incluso riesgos ciertos de estallidos sociales o crisis políticas.
El ajuste es esencialmente un shock sobre las expectativas económicas, orientado a congelar las variables fundamentales de la economía. Implican un empleo intensivo de facultades extraordinarias, muchas veces reñido con la ortodoxia legal e institucional. Son medidas que afectan a la sociedad en su conjunto y nadie puede sentirse particularmente afectado por agravios diferenciales. El hecho de que no haya ganadores ni perdedores netos es una condición indispensable para el apoyo social. Si se perciben ganadores y perdedores, la sanción es una desconfianza social inmediata.
Las políticas de reforma estructural son esencialmente diferentes. No pueden postergarse porque son la única posibilidad de introducir cambios definitivos en la estructura económica y social. Implican, por ello, procesos más amplios y posiblemente irreversibles en los mapas sociales y en la distribución del poder. Más que de una reacción ante un peligro común, se trata de una acción deliberada y estratégicamente fundada. Exigen, por tanto, el empleo de mecanismos de concertación que trasciendan el irremediable conflicto entre ganadores y perdedores. Afectan -y benefician a algunos y en algo que puede ser esencial para su propia supervivencia. Las políticas de privatización, desregulación y apertura de la economía constituyen ejemplos claros de este segundo tipo de iniciativas.
La gestión política de los procesos de ajuste y estabilización plantea así desafíos inéditos a las políticas públicas, a las organizaciones sociales y políticas y, sobre todo, a una sociedad largamente castigada por una extensa trayectoria de fracasos. Es aquí donde el esfuerzo recién iniciado por el Gobierno afronta una prueba decisiva. El voluntarismo debe ceder frente a la realidad de un sistema político que, mal o bien, funciona.
El país acompañará los cambios genuinos y castigará sin piedad el oportunismo de quienes, una vez más, pretendan tomar atajos que conduce, sin lugar a duda, a los mismos callejones sin salida de siempre. Los gobernadores han demostrado resultados y han protegido a los sistemas políticos territoriales del efecto toxico de la política económica nacional. De allí la importancia que este nuevo intento de diálogo parta de un reconocimiento mutuo de los activos y pasivos del largo período a superar.