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17/12/2022 12:46 Opinión
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Por Sergio Sinay.

Una sociedad como la argentina, necesitada de oxígeno moral y emocional encontró en la selección el motivo para imaginar una identidad colectiva que incluya las diferencias respetándolas y sin anularlas. Eso que sus dirigentes (sean del color que fueren) le escamotean como ejemplo y como práctica.

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La selección vivió en los últimos cuatro años un proceso muy interesante. Sin escándalos, de manera silenciosa, lenta, constante y casi natural fue renovándose, configuró acuerdos de convivencia basados en valores y principios que no eran comunes, y delineó una identidad y un sentido de pertenencia que la alejó de toda presunción de camarilla o “club de amigos” (algo común a lo largo de los años de sequía del equipo nacional).


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Del grupo que esperaba todo de Messi pasó a jugar como equipo y para su líder futbolístico. Este, que ya era el mejor del mundo, lo fue mucho más y con más gozo. Del modelo en el que todos vivían de uno (y no obtenían frutos más allá de lo personal) se pasó a la antigua consigna mosqueteril: Todos para uno y uno para todos. La totalidad es más que la suma de las partes, y una parte nada significa ni puede fuera del todo.

Sí solo nos quedamos con lo futbolístico la emoción durará un tiempo y, tras el efecto analgésico, los males que nos aquejan estarán allí. Cada tribu de argentinos enfrentada a otra tribu de argentinos, impulsadas por la intolerancia, la negación del diálogo, la incapacidad de ejercer la empatía, la inhabilidad para el debate, el rechazo al diferente, la anomia boba.


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La pasión es una energía vital que impulsa al ser humano hacia sus propósitos. Si no encuentra su objeto puede apagarse tras un momento de exaltación, sin dejar huella, logro o transformación. O, al no encontrar un cauce creativo, convertirse en violencia. Si la única pasión que une a un país es la actuación exitosa de su selección, puede ser intensa, breve y estéril.

¿Qué visión común, qué sueño compartido, que propósito trascendente que mejore la vida de todos puede ser encausar el potencial pasional que albergan los argentinos? ¿Cómo convertirlo en una tarea permanente, silenciosa, disciplinada y centrada en un pacto de valores? La respuesta no está en una pelota.


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