VISIÓN DE UNA SANTIAGUEÑA

Ensayo modesto sobre la cuarentena en París

S i me preguntan sobre mi experiencia del confinamiento, no les voy a contar nada que no habrán ya leído en algún artículo o post en Facebook, ni nada tan diferente de lo que están seguramente experimentando ustedes mismos en su rincón del mundo. Por lo tanto, quiero compartir lo que me inspira esa crisis mundial – sí, inspira – sobre la sociedad y unos aspectos de mi vida de privilegiada. Unos se reconocerán tal vez en esas reflexiones.

Frente al Covid-19, somos ciegos como los protagonistas de la novela de Saramago.

Cuando se acaba la pesadilla, los periodistas harán su trabajo de investigación y saldrán unos hechos hermosos y otros muy feos. Porque aún en un contexto tan terrible como éste, hay quienes tratan de aprovechar a expensas de la mayoridad. En su libro “Ensayo sobre la ceguera”, José Saramago cuenta la historia de un pueblo afectado por una epidemia de ceguera; con la ayuda de los militares, el gobierno pone en cuarentena a los enfermos en un mismo lugar y los deja totalmente aislados; dentro, se organiza una cadena de solidaridad por un lado y por otro una mafia para sacar provecho de la vulnerabilidad y el miedo de los ciegos.

Y en el mundo hoy, qué pasa: se organiza por un lado una cadena de solidaridad y por otro grupos para sacar provecho (fake news circulando, tráfico de máscaras, hacking de datos facilitado por todo el tiempo pasado en la red…) de la vulnerabilidad y el miedo de los ciegos.

Sí, somos ciegos. Somos ciegos porque todavía no entendemos todo sobre este virus y si volverá después del verano, porque no sabemos cuándo volveremos a una vida “normal”, porque no sabemos si ya fuimos infectados sin diagnóstico sistemático y muchas más incertidumbres.

Pero cada crisis e incertidumbre son también oportunidades de creatividad, de crecimiento y de reflexiones.

No siento miedo, sino gratitud inmensa

“¿Cómo te sientes?” es la frase que sustituye en este momento el usual “¿Cómo estás?”. Yo me siento pequeña. No sólo frente a las personas que se exponen cotidianamente al peligro, a menudo sin las medidas de protección suficientes, para cuidar de los enfermos, de los ciudadanos o los consumidores, sino también frente a mi situación de privilegiada. Cada día me despierto agradecida por todo lo que tengo: la salud, familia con salud, un trabajo todavía, un techo arriba de mi cabeza, comida en la mesa sin falta e internet, es decir la posibilidad de estar conectada con los que quiero cuando quiero.

La libertad, a pesar de ser un derecho, no debe darse por descontada

Para frenar la propagación del virus, nuestra libertad de movimiento está restringida fuertemente. Más allá de la frustración que genera, me recuerda lo que sentí al moverme a Colombia, un país maravilloso, pero donde uno no puede caminar con total tranquilidad como podía hacerlo en París, aún sola de noche. Al volver a Francia hace cuatro años, gocé como nunca de caminar por la ciudad hasta tarde en la noche simplemente porque me daba cuenta de la suerte de poder hacerlo sintiéndome en seguridad. Había aprendido a darle el valor que merece hasta que, con el paso del tiempo, caí de nuevo en la complacencia y me olvidé que a pesar de ser un derecho, la libertad no debe darse por contada. Esa crisis que nos impone limitar nuestras salidas a lo necesario es otro recuerdo de esto.

Tememos el poder de la tecnología cuando deberíamos temer la ira de la naturaleza

El año pasado leí un libro apasionante sobre la guerra entre EE.UU y China sobre la inteligencia artificial (“A.I Superpowers”, de Kai Fu Lee). Al inicio del libro, el autor explica que la inteligencia artificial habrá como consecuencia no sólo la pérdida de muchos empleos, sino que resultará en una pérdida de nuestro propósito en la vida. Hoy, irónicamente, la tecnología es la que nos da una mano inesperada contra el coronavirus mientras que la naturaleza nos “castiga”. Por ejemplo, empresas usan la impresión en 3D para fabricar los ventiladores que faltan en los hospitales desbordados. Mientras tanto, es la naturaleza la que respira de nuevo y prospera, como para recordarnos nuestro deber de cuidarla. Un planeta sostenible es nuestra mayor riqueza. Si los climato-escépticos no dan credibilidad a los informes de los expertos científicos, tal vez creerán en lo que sus ojos son testigos: los índices de polución en caída en el mundo, la vuelta de vida animal en lugares inesperados, la transparencia de las aguas.

Vivimos mal la distanciación social impuesta, pero ya éramos campeones de ella

No hay casi nadie que no está sufriendo por la distanciación social impuesta. Me parece un poco irónico porque en realidad, distanciación social, ya lo practicábamos en París sin darnos cuenta. En una capital como esa, donde la gente pasa sus días corriendo, con estrés, sin tiempo ni improvisación, ¿cuántas veces al mes se ven los amigos? ¿Cuántas veces al mes se hablan los amigos?

Nuestra cultura no es una del contacto como Italia o España o América Latina. De hecho los únicos amigos que me llaman para mi cumpleaños son todos latinos. No es que mis amigos franceses no piensan en mí; claro que sí, pero están acostumbrados al hecho de que basta un whatsapp entre dos encuentros distanciados. Sin embargo, hablé con amigos por teléfono más en las últimas dos semanas que en los dos últimos años.

Nuestro modo de comunicación mayor se han vuelto las redes sociales o las app de mensajería. Pura distanciación social. El virus tocó el alarma que los lienzos humanos merecen más empeño que un simple whatsapp. Dio a luz cuánto las personas se sienten solas porque sin duda, somos animales sociales y necesitamos la presencia de los demás. Por último, reveló nuestra naturaleza profunda de ser humano que quiere lo que se le niega. Entonces la verdadera pregunta es: cuando todo esto termine, ¿cuántas personas seguirán llamándonos? 

¿Y después del Covid-19?

Después, sólo se pueden hacer especulaciones con los hechos a mano. No tenemos control sobre todas las decisiones y comportamientos de los demás, que sean los políticos, las empresas o los ciudadanos. Lo único que podemos controlar con certeza somos nosotros mismos.

En mi caso, siempre me he definido como ciudadana del mundo por las varias lenguas que hablo, por haber viajado a los 5 continentes, ser de doble nacionalidad, haber vivido y trabajado al extranjero y para creer en un mundo sin fronteras. Hoy necesito entender qué querrá decir ser ciudadana del mundo después del Covid-19. Es mi pequeña crisis de identidad dentro de esa crisis sanitaria. Porque lo que veo, es que no es sostenible ni deseable seguir con el mismo modelo de globalización, que ya llegó el tiempo de encontrar un nuevo equilibrio entre lo local y lo global y fortalecer la cooperación internacional, de diseñar de nuevo las conexiones y modalidades de movilidad internacional, de distribuir mejor las riquezas con determinación y solidaridad auténtica. ¿Suena utópico? Pues soy optimista y yo creo que esa crisis nos hará crecer a todos como seres humanos, ciudadanos y líderes. l


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